Feliz y la mierda
Por Julio Sarabia
“Cuando somos felices siempre somos buenos, pero cuando somos buenos no siempre somos felices.”
El cuadro de Dorian GrayOscar Wilde
“Vamos al teatro, pero
vístete bien. No vayas a salir con esas garras que luego hacen a la gente
murmurar”. “Oye, pero yo sólo quiero ver teatro”. “¡Cállate!, haz lo que digo,
vístete y vámonos”. Sales al teatro, esta vez acompañado. Siempre tomas el
metro o la bici para llegar, pero hoy toca Uber, pues la idea es llegar a
tiempo. Llegan. Tienes la esperanza de que ella, tu pareja, le valga un reverendo
comino como vayas vestido. “La gente sólo quiere ver buen teatro”, piensas. “Te
equivocas, la gente va al teatro como si fuera a un baile de cámara o a una
cena de gala, se peina y se viste con glamour. Y tú que pensaste que el teatro
se trataba sólo de sentarse y apreciar la magia. Pues sí, ¡qué se jodan los
demás, yo vengo a ver buen teatro!”, sentencias.
En esta ocasión se trata de
Happy, escrita por Roberto Caisley y dirigida
por Angélica Rogel. La sala está llena. Tú y tu acompañante se sientan en un
buen lugar, no en el centro, pero es un buen lugar. Tercera llamada, las luces
se encienden y la voz de Eva (Regina Blandón) acciona el botón de salida, ya
estamos en la acción. Al poco tiempo, Alfredo (Pablo Perroni) llega empapado,
un hombre maduro con pinta de tipo feliz, buena onda, mesurado, convencional,
de los que no hacen lío. Pero, en realidad, es mucho peor, ya que Alfredo es la
felicidad irascible andando, además de ser un escritor retirado (no se consagró
y sólo publicó una colección de cuentos malogrados), que termina “felizmente” dando
clases de literatura francesa, un poco la suerte de muchos escritores retirados.
También está “felizmente” casado desde hace más de diez años con Melinda
(Yuriria del Valle), una mujer que habla hasta por los codos. Tal para cual, la
típica parejita ejemplar.
Toda la acción se
desarrolla en el apartamento de Eduardo (Juan Ríos), un artista plástico,
cuarentón que, además, es un mujeriego. La historia comienza con una comida
sorpresa en casa de Eduardo, cuyo motivo es presentar a “su nueva mujer”, la
conquista en turno; sin embargo cuando llega Alfredo, su amigo no está. Como
dije, Alfredo irrumpe en la casa llevando los pantalones mojados y con
sonrisita pendeja, quien lo recibe es una sensual jovencita en bata de baño
llamada Eva. Como no queriendo la cosa, sostienen una charla superficial que poco
a poco se vuelve más profunda, lo que ayuda a que el espectador los conozca
mejor. Se sabe, por ejemplo, que Alfredo tiene una hija con necesidades
especiales, que está casado y tiene una vida ejemplar como de revista HOLA; por el contrario, Eva es una mujer
atormentada, con un pasado lleno de desvaríos y muertes (su hermano se suicidó
y su expareja la golpeaba); aspira a ser artista plástica, pero su obra que
todos vemos es, por decirlo menos, una tontería, vaya artista no es, al menos
no plástica. Lo que sí tiene a su favor es carácter y cinismo, habla con
soltura, tirando a matar, la vida la queda chica y su mejor don es poner a las
personas en jaque, vaya saca lo peor de los demás.
Finalmente llega Eduardo y poco después Melinda. La
reunión incluye anécdotas, recuerdos, opiniones, enfrentamientos, un menú
exprés y mucho alcohol de por medio. Conforme transcurre la noche, la situación
se torna cada vez más compleja; el vino funge como detonador de confesiones
demoledoras.
Es una comedia ácida, negra,
sobre las relaciones humanas, los lazos endebles, las buenas costumbres rotas,
las pretensiones y máscaras de un supuesto bienestar. La pieza va ascendiendo
por una vereda ríspida, la tensión aumenta, las palabras dan como torpedos al
corazón de cada personaje, de cualquier modo no sabes si llorar o reír, o todo
al mismo tiempo. “Ese Alfredo, ¿te das cuenta?, es un pendejo, le faltan huevos
para enfrentar la vida”, dice ella. “¿Pero qué me dices de Eva? Muchos huevos,
pero está hecha un lío”, agregas tú. La función termina con una sacudida de 1000
volts, la felicidad es una figuración, es un final poderoso, fuerte. Después de
este tipo de puestas no queda más que regresar a casa y pensar un poco que la
felicidad nos cuesta caro pero más las apariencias. La gente aplaudió mucho, y
vaya no es para más, la obra tiene corazón.
¡Felicidades!
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